Camino entre la penumbra de una luz – que ya no es luz –, en una noche – que ya no es noche –, recordando haber oído los versos de un yo – que nunca fue yo – que nació y murió con tres heridas. Un paseo demasiado largo que, en su dulce vaivén, tiñe los adoquines con el carmesí que borbotea de un costado de tapices lanceolados.

La del amor, a todas claras, es incurable; la de la muerte, entonces, no tiene más remedio que conjugar en sinonimia con la de la vida, pues no hay peor muerte que vivir sin poder amar ni ser amado. Mantengo mi paso entre la luz –que ya no es luz–, en una fría noche –cada vez más noche– que me deja solo un estrecho camino en el que transitar. Una pequeña franja, una grieta a la deriva donde apenas puedo encajar mi cuerpo sin llevar a mis proporciones hasta lo absurdo.

Al margen en los márgenes: aforo limitado.

[Soy la coma del vocativo, la tilde que nadie pone, una jodida diéresis social]

Con tres heridas vivo. Seguramente con alguna más en lo exponencial. Desfilando las cicatrices visibles –y las que no lo son–. Esa soga en el cuello en cuyos extremos dibujo a una tercera persona del singular. Mi voz se hace pequeña, casi muda ante sus acometidas. Su complexión cuasi ofídica constriñe cualquier posibilidad de alzar mi voz para pedir ayuda. Ella clava sus uñas nacadas en las hebras y extralimita a su ira hasta lo vulgar; él enrolla la cuerda en su puño hasta que su musculatura se comprime en una esbeltez digna de algún torso marmóreo helenístico. Entre gemidos y éxtasis, mi voz –que ya no es voz– suena como una nana, como un susurro que dice todo –y al que no le dejan decir nada–.

Soy lo herido, esa ofrenda de verdad armónica olvidada en el felpudo del Edén. Dibuja lo desconocido. ¿Eres capaz? No, supongo. Define lo indefinido. ¿Eres capaz? No, estoy casi seguro. ¿Qué color escoges para el papel con el que envuelves el regalo que llevas hasta los pies de los padres primigenios, de los mismísimos Adán y Eva? Creo que nadie lo sabe. Un bocado. Solo un diminuto bocado separa el orden del caos, el ethos del pathos, lo racional de lo irracional, mis heridas de vuestras heridas. Nací con (tres heridas2). Con (tres heridas2) vivo:

La del amor: que en un yo me amo escribe un déjame amar.

La de la muerte: que aun de trazo más grueso inclina su rodilla al ver al amor pasar.

Y la de la vida: que siendo la más efímera y en constante rebeldía, espera a una gloriosa luz –que ya no es luz– de una noche –que ya no es noche–, para prender en llamas –que no queman, pero arrasan– la sangre que brota de las heridas –que ya no sangran–.

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