Retiré el polvo y los ácaros que residían en la maleta de cuero, herencia de mi bisabuelo, con la que había emigrado a La Habana hacía ya más de cien años. Guardé en ella algunas prendas de ropa y un fajo de billetes de cien pesetas. Miré detenidamente una fotografía de mi querido Federico y la introduje en un bolsillo.
En ese momento rememoré nuestras excursiones por todos y cada uno de los rincones de aquella bonita isla, con el canto de los pájaros y el rugir de las olas como sintonía, con el viento acariciándonos la piel y el calor del sol golpeando en nuestras manos.
Recuerdo sentirme reconfortado por su presencia en el camino de piedras que cruzaba el mar de tajinastes de aquel remoto lugar. Buscar una mirada cómplice, una sonrisa recíproca, una caricia sincera. Encontrarla y experimentar una extraña sensación de paz interna. Percibir cómo lo lúgubre se volvía límpido; lo indómito, dócil; lo salvaje, inofensivo… Vivir en una aventura constante.
Era el momento de olvidar los instantes a su lado, de comenzar a construir un futuro sin él y aceptar que no volvería a verlo nunca jamás. Y, todo ello, por vivir nuestro amor en libertad, a lo que los sublevados llamaban libertinaje. Por mostrar nuestro amor, a lo que llamaban escándalo público. Por amarnos, a lo que llamaban actos contrarios a la moral.
Tenía dos horas para llegar hasta el puerto, evitando a los del bando nacional. A lo lejos vi mi pueblo, mi casa, el que había sido mi hogar durante tantos años y que ahora tendría que abandonar, dejando atrás una vida y a una familia. Y a Federico.
¿Qué haría ahora, sin él? ¿Cómo llenaría el vacío que había dejado en mí? Durante el camino me planteé esta y muchas otras cuestiones. El miedo me invadió y, por un momento, me planteé regresar.
En el punto de encuentro nos esperaba, a mí y a mis compañeros que, por ser de izquierdas u homosexuales, o las dos, nos veíamos obligados a abandonar el país, el propietario del buque que nos llevaría hasta las costas francesas, desde donde partiríamos a distintos puntos de Europa.
Se oyó una alarma, que anunciaba su partida en la próxima hora. A lo lejos, en el horizonte, se comenzó a vislumbrar la silueta de la embarcación. Tomé la maleta y, cuando iba a avanzar, y sentí unos toques en la espalda. Me di la vuelta.
— ¿Puedo acompañarte?
Allí estaba él, con una rosa que acercó a mis manos. Sus pétalos, nuestros sueños. Sus espinas, la dura realidad que nos había tocado vivir. Cierto es que, sin espinas y realidades, las rosas y los sueños perderían su encanto.
— Lo estoy deseando, Federico.
Sus labios de rubíes tocaron los míos. Mis ojos, según él, de azabache, reflejaron una esperanza, una ilusión, un sentimiento.
En memoria de todas las personas que, durante la Posguerra Civil Española, renunciaron a todo con un único propósito: sobrevivir a la Represión.