Veintidós años hubieron de pasar antes de que despertara al ataque que contra mis murallas arremetía. De vez en cuando llegaba el sonido distante y amortiguado de algún golpe en alguna cámara interior, pero no fue hasta que oí el claro derrumbarse de una de las cuatro torres exteriores que salí afuera para observar lo que estaba ocurriendo. No sólo se había derrumbado una de las cuatro torres, sino que las tres que quedaban en pie estaban a punto de caer. Las murallas estaban muy debilitadas, y les atacantes no daban tregua a la ofensiva. Observé la naturaleza de las armas y no me extrañé de que hubieran logrado hacer tanto daño: flechas de pronombres incorrectos, cañonazos de un nombre que no era el mío, piedras arrojadizas de palabras cotidianas cuyo significado se encontraba en las antípodas de mi identidad. Ya nada podía hacer para salvar ese castillo, era necesario partir, construir uno nuevo en la otra orilla del río. Bajé a la habitación donde almacenaba todas mis armas, busqué la caja donde guardaba el coraje y divisé, en un rincón de la habitación, una flecha que hasta entonces no sabía que tenía. Cogí ambas cosas, subí al punto más alto del castillo, auné el coraje a la flecha y disparé hacia el cielo. Pronto todo a mi alrededor empezó a cambiar. Algunos atacantes bajaron las armas, sin saber que hasta ahora habían sido verdugos, y me ofrecieron su comprensión. Otros empezaron a disparar con más fuerza. Yo también había empezado a cambiar.
Para cuando el castillo se hubo derrumbado había construido ya una torre en la otra orilla. Poco a poco volví a levantar las cuatro murallas. Esta vez podría reconocer los ataques cuando acecharan, defenderme de ellos y sumarme a les otres muches que han luchado para que cada vez haya menos. Esta vez, las murallas resistirían.